¿Hiciste esto por mí?

Evangelismo - Testificando a Cristo en Internet

El regalo de Dios es vida eterna en Cristo Jesús nuestro Señor.

Por Max lucado

Es digno de nuestra compasión. Cuando lo ves, no te ríes. No te mofas. No te vas, ni mueves la cabeza. Te acercas respetuosamente a él, lo llevas hasta el banco más cercano y lo ayudas a sentarse.
Te compadeces del hombre. Es tan tímido, tan cauteloso. Es un ciervo en las calles de Manhattan. Tarzán caminando por la jungla urbana. Es una ballena encallada en la playa, preguntándose cómo llegó allí y cómo hará para salir y volver a las aguas profundas.

¿Quién es esta criatura desamparada? ¿Este huérfano de aspecto tan triste? Se trata de un -por favor, quítense el sombrero- hombre en el departamento de mujeres. Anda en busca de un regalo.
Es posible que sea Navidad. Puede tratarse de su cumpleaños o del aniversario de bodas. Cualquiera que sea el motivo, ha salido de su escondrijo. Dejando atrás las tiendas de artículos deportivos, los negocios de comida y los grandes televisores en el departamento de artículos electrónicos, se aventura en el mundo desconocido de ropa de mujer. No te costará ubicarlo. Es el que permanece inmóvil en el pasillo. Si no fuera por la mancha de sudor debajo de sus brazos, creerías que se trata de un maniquí.
Pero no lo es. Es un hombre en el mundo de una mujer. Nunca había visto tanta ropa interior. En Wal-Mart, donde compra la suya, todo está empacado y en sus respectivos estantes. Pero esto en una selva impenetrable. Su padre le había advertido sobre lugares como este. Aunque el letrero de la sección dice ¡quédese!, él sabe que no lo hará.
Empieza a caminar pero no sabe adónde ir. Claro, no todos los hombres han sido preparados para este momento como lo fui yo. Mi padre veía el desafío de comprar algo para las mujeres como un ritual de pasada, con pajarillos, y abejas y lacitos. Nos enseñó a mi hermano y a mí a sobrevivir cuando vamos de compra. Recuerdo el día cuando nos sentó y nos enseñó dos palabras. Para arreglártelas en un país extranjero necesitas conocer el idioma, y mi padre nos enseñó el idioma del departamento de mujeres.
«Llegará el día», nos dijo solemnemente, «cuando un vendedor se ofrecerá para ayudarles. Cuando ese día llegue, respiren hondo y digan la frase: « Es-tée Lau-der ». A partir de ahí, en cada ocasión en que había de recibir un regalo, mi mamá recibía tres regalos de los tres hombres de su vida: Estée Lauder, Estée Lauder, Estée Lauder.
Mi terror al departamento de mujeres desapareció. Pero entonces, conocí a Denalyn. A Denalyn no le gustaban los productos de Estée Lauder. Aunque le dije que la hacía oler maternalmente, no cambió su opinión. Desde entonces, he tenido que acomodarme a la situación.
Este año para su cumpleaños opté por comprarle un traje. Cuando la vendedora me preguntó por sus medidas, le dije que no las sabía. Y, sinceramente, no las sé. Sé que puedo pasar mi brazo alrededor de ella y que su mano cabe perfecta en la mía. ¿Pero su talla de vestidos? Nunca se lo he preguntado. Hay ciertas cosas que el hombre no pregunta.
La vendedora trató de ayudarme. «¿Es su esposa más o menos como yo?» Me enseñaron que con las mujeres tenía que ser un caballero, pero en este caso, no podía ser cortés si quería contestar la pregunta. Había solo una respuesta: «Es más delgada que usted». Me paré firme en el suelo, tratando de encontrar la respuesta. Después de todo, yo escribo libros. Seguro que podría encontrar las palabras adecuadas.
Decidí ser directo: «Es menos que usted».
O, más cortésmente: «Usted luce más como una mujer que ella». ¿Sería suficiente una pista? «Entiendo que la tienda está reduciéndose ».
Finalmente, tragué y dije la única cosa que sabía decir: «Estée Lauder»
Ella indicó en dirección del departamento de perfumes, pero yo sabía que mejor era no entrar allí. Le buscaría un bolso de mano. Quizás sería más fácil. ¿Qué podría tener de complicado seleccionar un artículo para llevar las tarjetas y el dinero? Yo he usado durante ocho años el mismo monedero. ¿Qué tan complicado puede ser comprar un bolso?
¡Oh, bruto que soy! Dile a un vendedor de una tienda de artículos de hombre que andas buscando una billetera y tu próxima jugada te encontrará parado frente a la cajera. La única decisión que has podido hacer ha sido si la prefieres negra o café. Dile a una vendedora en el departamento de damas que quieres un bolso, y te verás escoltado a un cuarto. Un cuarto lleno de estanterías. Estanterías llenas de bolsos. Bolsos con etiquetas con sus precios. Etiquetas pequeñas pero con precios tremendos… tan tremendos que pueden quitarle a cualquiera las ganas de comprar uno.
Me encontraba pensando en esto cuando la vendedora me hizo algunas preguntas. Preguntas para las cuales no tenía respuesta. «¿Qué clase de bolso le gustaría a su esposa?» Mi mirada al vacío le dijo que no tenía ni idea, así es que comenzó a presentarme una lista de opciones: «¿De mano? ¿De colgar del hombro? ¿De guantes? ¿Grande? ¿No tan grande? ¿Pequeño?»
Mareado ante tantas opciones, tuve que sentarme. Puse mi cabeza entre mis rodillas para no caerme. Pero ella no tenía para cuándo terminar. «¿Con monedero? ¿Un bolso tipo cartera? ¿De bolsillo? ¿Mochila?»
¿Mochila? El sonido de la palabra me resultó familiar. Satchel (mochila, en inglés) Paige había sido un lanzador en las grandes ligas de béisbol. Esta parecía la respuesta. Saqué pecho y dije, muy orgulloso: «¡Satchel! (¡Mochila!)»
Aparentemente, mi selección no fue de su agrado, porque empezó a lanzarme maldiciones en un idioma desconocido. Perdónenme por hacer referencia a esta vulgaridad, pero la señora estaba realmente disgustada. No entendí todo lo que dijo, pero sí me dio la impresión que creyó que estaba tratando con un loco. Cuando hizo referencia al precio puse mi mano sobre el bolsillo donde acostumbro llevar mi billetera y dije, en tono desafiante: «No. Este es mi dinero». Fue suficiente. Salí de allí a toda marcha. Pero cuando salía del cuarto, le di un poco de su propia medicina. «¡Estée Lauder!» le grité y corrí lo más rápido que pude.
¡Ah! Las cosas que tenemos que hacer para darle algún regalo a alguien que amamos.
Pero no importa. Lo volveríamos a hacer. Siempre lo hacemos de nuevo. Cada Navidad, cada cumpleaños. ¡Con cuánta frecuencia nos encontramos en un territorio que no es el nuestro! Adultos en tiendas que venden juguetes. Papás en tiendas para adolescentes. Esposas en los departamentos de caza y esposos en el departamento de bolsos.
Pero no solo entramos a lugares inusuales, sino que hacemos cosas inusuales. Armamos bicicletas a medianoche. Escondemos los nuevos neumáticos con aros de magnesio debajo de la escalera. Supe de un tipo que en un nuevo aniversario alquiló un cine para poder él y su esposa ver de otra vez el vídeo de su boda.
Sí. Lo haremos de nuevo. Habiendo prensado las uvas del servicio, bebemos el más dulce vino de la vida: el vino de dar. Vivimos el momento más hermoso cuando estamos dando. De hecho, nos parecemos más a Dios cuando damos.
¿Te has preguntado por qué Dios da tanto? Podríamos existir con mucho menos. Pudo habernos dejado en un mundo plano y gris; no habríamos sabido establecer la diferencia. Pero no lo hizo así:
Él hizo explotar naranjas en el amanecer
y limpió el cielo para que luciera azul.
Y si te gusta ver cómo se juntan los gansos,
Hay muchas posibilidades que eso lo puedas ver también.
¿Tuvo Él que hacer esponjosa la cola de la ardilla?
¿Se vio obligado a hacer que los pajarillos cantaran?
¿Y la forma divertida en que las gallinas corren
o la majestad del trueno que retumba?
¿Por qué dar a las flores aroma? ¿Por qué dar sabor a las comidas?
¿Podría ser
que Él quiere ver
todo eso reflejado en tu faz?
Si nosotros hacemos regalos para demostrar nuestro amor, ¿cuánto más no querría hacer Él? Si a nosotros -salpicados de flaquezas y orgullo- nos agrada dar regalos, ¿cuánto más Dios, puro y perfecto, disfrutará dándonos regalos a nosotros? Jesús preguntó: «Si vosotros, siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará buenas cosas a los que le piden?» ( Mateo 7.11 ).
Los regalos de Dios derraman luz en el corazón de Dios, el corazón bueno y generoso de Dios. Santiago, el hermano de Jesús, nos dice: «Toda buena dádiva y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces» ( Santiago 1.17 ). Cada regalo revela el amor de Dios… pero ningún regalo revela su amor más que los regalos de la cruz. Estos venían, no envueltos en papel, sino en pasión. No estaban alrededor del arbolito, sino en una cruz. Sin cintas de colores, sino salpicados con sangre.
Los regalos de la cruz.
Mucho se ha dicho sobre el regalo de la cruz mismo, ¿pero, y los demás regalos? ¿Los clavos? ¿La corona de espinas? ¿El manto que se apropiaron los soldados? ¿Las ropas fúnebres? ¿Te has dado el tiempo de abrir estos regalos?
Tú sabes que no tenía ninguna obligación de dárnoslos. El único acto, lo único que se requería para nuestra salvación era el derramamiento de sangre, pero Él hizo mucho más que eso. Muchísimo más. Examina la escena de la cruz. ¿Qué encuentras?
Una esponja empapada en vinagre.
Un letrero.
Dos cruces a ambos lados de Cristo.
Los regalos divinos intentan activar ese momento, ese segundo cuando sus rostros se iluminan, sus ojos se abren, y Dios te va a oír susurrando: «¿Tú hiciste esto por mí?»
La diadema de dolor
Que conmovió tu dulce faz,
Tres clavos horadando carne y madera
Para mantenerte en ese lugar.
Yo entiendo la necesidad de la sangre.
Me abrazo a tu sacrificio.
¿Pero la esponja amarga, la lanza cortante,
La escupida en tu rostro?
¿Tenía que ocurrir eso en la cruz?
No hubo una muerte apacible
sino seis horas colgando entre la vida y la muerte,
todo estimulado por un beso de traición.
«Oh Padre», tú insistes,
corazón silencioso a lo que habría de ocurrir,
Siento preguntar, pero necesito saber:
«¿Tú hiciste esto por mí?»
¿Estaríamos dispuestos a hacer esta oración? ¿A tener tales pensamientos? ¿Será posible que el cerro de la cruz esté lleno de regalos de Dios? ¿Los examinamos? Desempacamos estos regalos de gracia quizás por primera vez. Y mientras los tocas y sientes la madera de la cruz y sigues las marcas dejadas por la corona y palpas las puntas de los clavos, te detienes y escuchas. Quizás lo oigas susurrándote:
«Sí. Yo hice esto por ti».

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